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martes, 30 de marzo de 2010

miércoles, 24 de marzo de 2010

Semana Santa en Quito

Cuando la fe mueve montañas


El Siglo XX gastaba la primera mitad de su vida y la todavía conventual ciudad se veía envuelta en un velo de recogimiento y unción. Había llegado la Semana Mayor y todos, grandes y chicos, ricos y pobres, sumíanse en profunda meditación, los días que estaban por venir así lo exigían.

Las calles vecinas al convento de San Diego recogían los presurosos pasos femeninos que llevaban a sus dueñas a la escucha del sermón, mientras que los hombres se dirigían a San Francisco. Sucede que en estos lugares los vastos conocimientos de los grandes oradores de la época, sacerdotes de la Orden de los Predicadores, eran aplicados de manera tan certera que hacía verter lagrimas de emoción "hasta a las mismas piedras". Vehementes, estos religiosos referían a los fieles el gran amor de Dios, el Calvario de Jesucristo y la redención de las culpas, Impresionadas, las humanidades descarriadas consideraban la enmienda al sentir el gélido escalofrío que les producían aquellas narraciones terroríficas sobre el diablo, los pecados y el infierno, narradas por los sacerdotes en aquellos ejercicios espirituales.

Llegado el día jueves, el altar mayor, en cada uno de los siete templos tradicionales, ostentaba una escenografía espectacular e impresionante: escenas de los últimos días de Jesucristo, representadas por magníficas y elaboradas esculturas de tamaño natural.

Ya bajaban unos de San Juan a la Concepción y la catedral, otros subían de la Ronda a Santo Domingo, desde el Tejar descendían a San Francisco y la Merced mientras que las religiosas de Santa Catalina abrían los amplios portones de su casa, en tanto, la compañía veía desfilar familias enteras por sus doradas naves.

Todos vestían de luto, acorde al pesar que anidaba en el alma y al morado que cubría a los santos de los altares que, impedidos de ver, esperaban pacientemente la llegada del próximo día.

El Viernes Santo a las cero horas, los farricocos prestaban sus hombros para que desde el convento de San Francisco salgan las imágenes de la Pasión precedidas por la Guardia Pretoriana, los Cucuruchos, los Penitentes, las Almasantas y el Anjo Vengador que con su espada amenazaba exterminar al púrpura Asmodeo.

Los devotos prácticamente todo el pueblo quiteño, elevaban cánticos sacros hacia el cielo cuya inmensa oscuridad contrastaba con la luz irradiada por los cirios y velas encendidos en la mística procesión.
Finalmente, la silenciosa plaza de San Francisco daba la bienvenida a las imágenes sagradas que luego de haber recorrido la calle circundantes retornaban impregnadas de la fe popular y el olor a incienso para internarse nuevamente en la pasividad de su convento.

Al amanecer del mismo día los campanarios quiteños, prohibidos de elevar al cielo los latidos sonoros de sus campanas dejaban escuchar, únicamente, el aleteo de las palomas que inquietas contemplaban a los clérigos recorres las calles llamando con las matracas a los oficios religiosos.
En horas vespertinas los fieles acudían a los templos para ser partícipes del descendimiento de las imágenes del cristo crucificado.

Amanecía el sábado de Gloria y la ciudad emergía del místico letargo, las campanas repicaban y las palomas asustadas volaban a buscar refugio en los tejados coloniales mientras que los pobladores de la ciudad renacían en esperanzas.

Pero de esa tradición hay más que relatar. Corrían los primeros días de febrero del año 1961 cuando una terna de toreros españoles acompañados por el desaparecido diestro ecuatoriano, armando conde, visitaron la casa Franciscana y encontraron al interior de su sacristía una escultura tallada de Jesús Nazareno, conocida también con el nombre de Cristo de Montañés en recuerdo de su escultor. Al verla los españoles la identificaron con la imagen de su patrono en Sevilla llamándolo nuestro señor del Gran poder.

Es así como a petición de los devotos taurinos y al beneplácito de la comunidad franciscana, se inicia el culto a la sacra imagen encargándosele la tarea a Fraile Francisco Fernández.

No fueron pocos los esfuerzos y el empeño que el padre Fernández dedicó a propagar entre los fieles el culto a la imagen del cristo.

Se lo encontraba en los sermones nocturnos de la capilla franciscana de Villacís mientras que en las mañanas recorría los mercados donando pequeñas réplicas de la talla que, por supuesto, iban acompañadas de los más convincentes alegatos sobre su beatitud.

A raíz de que se instaurara el culto al Jesús del Gran Poder, la Procesión de Viernes Santo varió en sus representaciones, las tallas de la pasión descansaron en sus altares cediéndole su lugar a la venerada imagen de Jesús del Gran Poder, Entonces, a la luz del medio día del viernes santo y por primera vez, el Cristo Franciscano con la cruz a cuestas recorrió en andas las callejas mirando con tristeza y piedad al pueblo quiteño, buscando tal vez en cada figura, en cada rostro al Cirineo que le ayude con su pesada carga.

El pueblo en cambio, tornaba sus miradas hacia él en busca de consuelo y esperanza. A lo lejos, precedida por cuadros vivos de escenas de la pasión, seguíale la imagen de su madre la virgen de los dolores que mantenía fija la ansiosa mirada en la adolorida figura de su hijo.

La acogida que la procesión tuvo en el pueblo quiteño fue tan apoteósica que Fraile Francisco Fernández envió duplicados de la imagen a las otras provincias del país. Aquí y allá se empezó a venerar la imagen, cuya fama muy pronto trascendió los límites de la patria llegando inclusive a ser venerada en Venezuela, Colombia y Perú.

Desde entonces, las Alma santas, los ajos, los Farricocos, los retiros espirituales el sermón de las siete palabras y asmodeo pasaron a ocupar un rincón en el baúl de los recuerdos.

Actualmente se sitúan en su lugar: gremios artesanales, cofradías, penitentes o cucuruchos, cuadros vivos de escenas de la pasión, verónicas, maría magdalenas, el apóstol Juan, los pretorianos; todos ellos representados por fieles de diversa condición social que encuentran en la semana santa la época propicia para buscar la redención de sus culpas o para hacer un paréntesis de espiritualidad con dios en esta época en que la fe aún puede mover montañas.